jueves, 12 de junio de 2008

Perdidos (Cristian Warnken. El Mercurio. 12.06.08)

Una estrella sobre dos líneas dibujadas sobre la página en blanco, un paisaje vacío, triste y dulce. Es la penúltima página de "El Principito", de Antoine de Saint-Exupéry. El autor escribe en la página que enfrenta a esa acuarela minimalista: "Éste es, para mí, el más bello y el más triste paisaje del mundo.

Es el mismo paisaje de la página precedente (...), es aquí donde el Principito apareció sobre la tierra y después desapareció. Observen atentamente este paisaje, para estar seguros de reconocerlo si viajan algún día a África, en el desierto. Y, si les toca pasar por ahí, les suplico, no se apuren. ¡Esperen un poco a que aparezca la estrella! ¡Si entonces un niño se les acerca, si ríe, si tiene los cabellos de oro, si no responde cuando uno lo interroga, ustedes adivinarán quién es! ¡Sean, por favor, gentiles con él! No me dejen en esta tristeza: escríbanme contando que él ha vuelto".

Releo ese final del libro, que leí por primera vez cuando tenía 10 años. No es lo mismo leerlo a esa edad, a los 20, 30 o 40. No es lo mismo leerlo después de haber perdido un hijo que era como el Principito, pero más pequeño aún. No conoce el mundo el que no ha perdido un niño así, en el desierto. No son lo mismo el cielo y la tierra y los paisajes, cuando un niño Principito que corría por ellos ya no está.

Esos principitos nos visitan cada cierto tiempo, y así como llegan, se van. Su estadía es tan breve, que no alcanzamos siquiera a darles las gracias. Y, en su ausencia, "toda luna es atroz, y todo sol amargo". El verso es de Rimbaud, un niño salvaje, que abandonó la poesía para siempre al terminar su infancia, para irse a África, como un día el Principito abandonó a Saint-Exupéry en África.
¿Se van estos niños, estrellas fugaces, para que nosotros, en ese vacío que deja su ausencia, miremos el mundo en toda su desnudez, en su insoportable carencia? Tal vez haya una gran ausencia en el fondo de la creación. La ausencia de un niño. La ausencia de una infancia. Por eso, tres viajeros venidos de Oriente -bajo otra estrella y en otro desierto- fueron a visitar a un niño hace ya miles de años. ¿Quién era ese niño, que se le perdió a la madre un día, para dejar de ser sólo su hijo? No lo sabemos, porque aún no lo hemos encontrado.

Muchos de nosotros matamos al Principito que fuimos por miedo y aburrimiento. Todos los niños mueren al empezar la adolescencia. Los que sobreviven a ese infanticidio -en el que nosotros somos nuestros propios Herodes- son los que mantienen un brillo en la mirada incluso en la edad razonable. Por un puñado de ésos que exista, el mundo no se desintegra ni se cae a pedazos. Pero hay momentos en la historia en que la mirada empieza a envejecer, y entonces un niño estrella llega al mundo para lavar nuestros pensamientos.

En un desierto de África, a Saint-Exupéry se le apareció un niño. Una Francia cartesiana y excesivamente razonable recibía una bocanada de aire fresco por medio de un Principito dibujado en el alma de uno de sus insignes aviadores. Hoy, la Europa cansada y triste ("la de los viejos parapetos") clama por que un niño aparezca en el desierto. No sólo Europa está agotada, también los EE.UU. y nosotros, que queremos crecer hasta llegar a ser tan razonables como ellos, estamos sintiendo ese agotamiento. Necesitamos la visita de un niño. ¿Dónde aparecerá?

Hay que seguir esperando, como Saint-Exupéry. "Espera y hallarás lo inesperado", dijo hace mucho tiempo el niño Heráclito, en la infancia del pensamiento. No hay que tener miedo a que nuestros aviones queden en pana en el desierto. Cuando fallen nuestros instrumentos de vuelo y zozobren nuestras viejas brújulas, hay que aceptar que estamos perdidos. Cuando eso suceda, dejémonos caer -como el aviador extraviado- en un profundo sueño, para despertar sólo cuando escuchemos una "divertida y pequeña voz" que nos diga: "Por favor, dibújame una oveja".

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